Juan Cvitanic Harasic, hijo ilustre de la ciudad de Antofagasta

Testimonio de un bombero: don Gilberto Velasco/ Juan Cvitanic, hijo ilustre de la ciudad de Antofagasta/ Marcelino Carvajal, Alcalde de Mejillones/ Don Jesús Maldonado, una vida dedicada al agua/ Aurora Williams, al servicio de la ciudad/ Reinaldo Lohse, recuerdos de un trabajador del agua.

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Juan Cvitanic ha vivido toda su vida en Antofagasta, a excepción de algunos períodos en que estuvo fuera, como en Santiago y Bolivia. Nació en 1913, en su casa ubicada en la calle Maipú esquina Latorre, con una partera, porque en ese tiempo no había maternidad, “pero la verdad es que resultaba muy bien, porque  eramos varios hijos y todos nacieron normalmente. Vivíamos en la calle Maipú esquina de Latorre”, asegura. Ya no se piensa mover, reconoce que hoy día su ciudad tiene las comodidades que necesita todo ser civilizado, como agua, luz, distracciones, “Antofagasta se ha convertido en una ciudad más amable, tranquila y segura”, afirma. Tiene 96 años y cuenta orgulloso que renovó su carnet de manejar hace una semana, sin siquiera necesitar anteojos. Croata de ascendencia, antofagastino acérrimo, fiel columnista de El Mercurio de Antofagasta, fue piloto apasionado, brigadier, comandante de la Fach y presidente de una gran lista de clubs, gremios y fundaciones. Hoy reconoce que por una recomendación del doctor ha tenido que bajar su actividad cotidiana, apretar el freno.

Corría la década de 1890 y su padre, un marino mercante de nacionalidad croata, fue abandonado en Punta Arenas por el barco en que viajaba. “Se entretuvo con unos amigos y se olvidó de la hora que tenía que volver al barco, y este se fue sin ellos. Así que partió a Santiago y a principios del siglo pasado llegó a Antofagasta, donde conoció a mi mamá y se casó en 1910”, cuenta con gracia. Recuerda con nitidez su infancia en medio de la escasez de agua. Antes de la aducción de Toconce, inaugurada recién en 1958, Antofagasta debía arreglárselas con el abastecimiento de la Empresa de Ferrocarriles F.C.A.B. que traía el agua del río San Pedro. Asegura que los llamados abrómicos, hombres que cumplían el oficio de retirar los desechos de las casas, eran más antiguos que sus abuelos y que felizmente no le tocó vivir eso.

“Yo soy aviador, esa es mi pasión, y entre otras cosas fui instructor de vuelo y fundador del Club Aéreo. En los tiempos que era instructor, había que hacer al término del curso un examen práctico de navegación  donde se podía ir al norte o al sur. Había que elegir y yo siempre elegía sur porque cuando llegaba a Santiago lo primero que hacía era ponerme bajo la ducha y me quedaba media hora dándome ese placer de bañarme con agua abundante. Eso en Antofagasta no lo podíamos hacer, por eso muchas veces elegía ir a Santiago sólo para ducharme. Me sentía rico, lujoso, era el mejor premio que a uno le podían dar. Imagínate viajar a Santiago sólo para ducharse. Era estar un día y después volver. Eso era una anécdota real del placer que yo sentía estando bajo la ducha largo rato. Cuando inauguraron la aducción de Toconce el agua  llegaba por cañería pero de forma muy irregular y no era  buena. Nosotros teníamos la suerte de que unos amigos de la familia tenían una quinta donde traían agua del río San Pedro. Íbamos cada dos, tres días o una vez a la  semana y traíamos agua de ahí que se ocupaba para la cocina o para beber. Llenábamos cualquier artefacto que encontrábamos: damajuanas o tarros, que sé yo, y con esa agua se cocinaba y se tomaba. Esta quinta era de la familia Bedregal. La Juanita Bedregal tenía entre sus plantaciones frutillas y nosotros íbamos a buscar agua y de paso les comprábamos frutillas. Ellos eran amigos y se portaron muy bien con nosotros. Ahora esas quintas desaparecieron pues la ciudad creció y se construyeron nuevas poblaciones. En mi casa nos las arreglábamos para traer el agua, y la cocina estaba llena de tarros llenos de agua. Cuando se terminaban había que buscar más. Podía usarse la otra agua pero no era recomendable por las altas proporciones  de arsénico que tenía en esos años. Para que cuento lo difícil que era tener jardín, arbolitos o algo verde, que son  tan necesarios hoy en día. Sólo había verde en la Plaza Colón y en la Avenida Brasil. Los baños de la casa se drenaban con agua de mar. Para bañarnos también había baños municipales: la poza chica y la poza grande. La chica era para los niños y era algo muy bonito porque había un concesionario que se llamaba Capetanopulos, que tenía restaurante, sala de baile y un  salón de atracciones, que daban a la poza chica. Al lado estaba la poza grande donde también había restoranes y locales comerciales. Ahora está muy bonito. El otro baño estaba en el Autoclub pero quedaba más lejos y había que tener movilización. Se pagaba por entrar a las pozas,porque el agua era cara y la tenían que comprar. En el Autoclub no se pagaba pero había que ser socio. Bueno, y siempre estaba el recurso del mar para bañarnos, debo decir que lo ocupábamos bastante. Los inviernos altiplánicos muchas veces nos quedábamos sin agua o la daban una hora o dos. Y no se trataba de escasez, sino que en realidad no había nada, por los problemas del altiplano, no por problemas nuestros.  Nosotros recibimos el agua a través de las cañerías y no veíamos lo que pasaba. Lo que recuerdo en forma patente es que no nos podíamos duchar, ni bañar con agua abundante como lo hacemos hoy día, porque no había presión. Al segundo piso el agua no llegaba nunca, apenas llegaba en el primero y muchas veces una gotera. Llegaba por llave, en todas las casas habían estanques, había que tener una bomba que acumulaba agua en un estanque y así bajaba con presión pero no había ducha abundante.

Las nuevas generaciones no ven el agrado de dar vuelta una llave y tener agua con presión. Los que sufrimos esa escasez lo valoramos. Hubo gente que trabajó mucho por la ciudad, José Papic, Héctor Rojas Albornoz y varias personas que se preocuparon y pelearon para que se entregaran los fondos necesarios que mejorara el sistema de agua. Después se trajo el agua de la cordillera y recuerdo que la primera instalación no sirvió porque se perdía la mitad del agua en el camino”.